El reciente Decreto 326/993 del Poder Ejecutivo Nacional, una creación de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, que reforma de manera unilateral el Régimen General de la Policía Federal Argentina, debe preocuparnos, y mucho. Por su extrema gravedad, es muy importante visibilizar el tema y sentar postura. No sólo por el fondo —habilita acciones policiales sin los controles propios de una república democrática— sino por la forma: eludir al Congreso y a la ciudadanía es, en sí mismo, un gesto de absoluto desprecio hacia las hacia las instituciones. Si bien es algo a lo que este gobierno nos tiene acostumbrados, no podemos dejar de advertirlo con firmeza.
Concretamente, el nuevo régimen le otorga, a las fuerzas de seguridad facultades que ponen en riesgo nuestras libertades más elementales. Por ejemplo, se permite disparar sin identificarse y sin dar voz de alto en situaciones de “peligro inminente”, una figura tan ambigua como peligrosa.
Es muy importante recordar el asesinato de Lucas González, una de las tantas víctimas del “gatillo fácil”. Lucas venía con tres compañeros, muy ilusionados por la posibilidad de jugar al fútbol. Venían de una prueba en el club Barracas. Sin embargo, cuatro policías de la Ciudad de Buenos Airesdecidieron acribillarlo porque les “parecieron” sospechosos. Después se supo del intento de encubrimiento a los efectivos de la policía para simular que los chicos habían salido a robar. Un verdadero delirio, indignante. Un chico con toda la vida por delante muerto y una familia destrozada.
El decreto del Gobierno también establece que los agentes podrán hacer uso de armas de fuego contra quienes huyan de un hecho delictivo o cuando la autoridad “presuma” que hay peligro para sí o para terceros. Así, se consagra la sospecha como justificación de la fuerza letal.
Otro punto alarmante es la oficialización del reconocimiento facial preventivo (portación de rostro). Acá también debemos recordar el caso de Lucas, que, por su vestimenta o vaya a saber qué aspecto, llevó a la policía a pensar que se trataba de un delincuente. Se habilita a identificar personas en tiempo real en espacios públicos, sin orden judicial ni causa específica. No se necesita haber cometido un delito: basta con portar un rostro.
Como si esto fuera poco, se consolida también el patrullaje digital: el monitoreo de redes sociales, entornos virtuales y plataformas digitales como parte de las tareas preventivas y de inteligencia, justamente ahora, cuando cuesta tanto discernir qué es verdad y qué es producto de la inteligencia artificial. La Policía deja de actuar solamente en el espacio físico y pasa a custodiar también lo simbólico, lo discursivo. La opinión ciudadana, la organización social o el reclamo público pasan a ser objeto de observación, archivo y potencial persecución.
Estas reformas, impulsadas por la ministra de Seguridad y respaldadas por el presidente Javier Milei, no son aisladas. Se inscriben en una matriz más amplia de aceleración autoritaria que atraviesa toda la gestión; un discurso que se autoproclama libertario, pero restringe libertades; que habla de modernización institucional, pero ignora al Congreso con decretos; que promete orden, pero siembra el terror.
Como diputada nacional, pero sobre todo como vecina de Avellaneda, de nuestro conurbano bonaerense, sé que la inseguridad duele, pero no hay verdadero orden sin justicia. No hay justicia, además, cuando se naturaliza que la policía puede actuar como juez, jurado y verdugo al mismo tiempo. En los barrios populares del conurbano, donde el Estado muchas veces sólo aparece con uniforme, estas medidas amplían la brecha entre la ciudadanía y sus instituciones. Se agrava la desconfianza. Se refuerzan los estigmas. Se dispara primero, se pregunta después.
Desde 1983, la sociedad argentina construyó con mucho esfuerzo un pacto democrático. Ese pacto tiene reglas: respeto por el Estado de derecho, garantías constitucionales, control civil sobre las fuerzas armadas y de seguridad, y protección de los derechos humanos. Cualquier intento de torcer ese camino, por más revestimiento técnico o discurso de eficiencia que tenga, es un retroceso.
El decreto no es solo una medida policial. Es una decisión política. Como tal, debe ser discutida en el Congreso, con participación ciudadana, con expertos, con federalismo. Eludir ese debate no es valentía: es autoritarismo.
No confundamos orden con miedo. No aceptemos que el rostro de cada ciudadano se convierta en una sospecha. No naturalicemos un Estado que se ampara en la inseguridad para vigilar, restringir y castigar.
La democracia no se defiende sólo en fechas patrias. Se defiende todos los días, en cada decisión, en cada norma, en cada límite que se pone —o no se pone— al poder.
Como diputada nacional y como bonaerense comprometida con los valores democráticos, rechazo este decreto y exijo que sea revisado por el Congreso.
Porque no hay seguridad sin libertad. Y no hay libertad si el miedo, el terror y la discriminación se convierten en política de Estado.
Nota Publicada en LetraP